La atención dislocada

Sergio López Monterrubio
4 min readApr 5, 2017

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Transitar por los diferentes estados del golfo permite variadas distracciones. Durante un viaje reciente tomé dos vagonetas hacia el sureste de México. Viniendo de la Ciudad de México, la más ineludible distracción ocurre al cruzar el sur de la Sierra Madre Oriental, por sus caminos y paisajes sinuosos. En ambos recorridos intenté leer durante el recorrido, no siempre lográndolo.

En la primera vagoneta, una niña se sentó en el asiento trasero al mío. Su inquietud me recordó la mía cuando mis padres me llevaron a mis primeros viajes. Por el resquicio que se abre entre los asientos, la niña extendió su brazo hasta tocar mi hombro. Yo sostenía un libro en mis manos, acaso uno abierto. Lo debatible es si la niña me distrajo de la lectura o del paisaje.

Existe aquella idea sobre cómo, al estar hundido en la lectura, el tiempo pasa más rápido o de manera distinta. Deduzco por intuición que dicha condición es similar a la de estar perplejo ante un paisaje; eso a lo que Mihaly Csikszentmihalyi llama flow: un estado mental de alta concentración. Cuántos de nosotros no hemos perdido alguna parada de autobús o estación del metro por obstinarnos a concluir el capítulo que cursamos, por estar en la “zona”; clavadísimos, diríamos coloquialmente.

Pongo sobre la mesa que a menos de correr el riesgo de llegar tarde al trabajo, una cita, o que sean altas horas de la noche, perder esa parada tal vez no es tan devastador. Ya es trillado decir que viajar de verdad es perderse por las calles del destino que nos es nuevo para conocer a su gente y a sus tradiciones como si se fuese “un local”. Pero diría que algo hay de esto al perderse en el inextricable transporte público. Leer y clavarse, viajar y perderse. Si un “viaje” en la lectura nos llevó físicamente a un lugar desconocido — otro tipo, quizá la forma propia, de viajar — , me pregunto: ¿no le debemos un agradecimiento? Encontrarse ante un nuevo camino, y las posibilidades que esto conlleva, aunque sea de donde somos oriundos, me parece similar a adquirir conocimiento leyendo: nunca sabes lo que encontrarás.

Actualmente nuestra vista sigue un protocolo más bien deficiente. Desde el momento que pelamos párpado, nuestros ojos se adhieren al fulgor de una pantalla y así continúan por lapsos de horas ininterrumpidas durante el día. Cesar este hábito con un viaje a la intimidad de un autor/a, me parece, es mejor forma del merodeo. Así se emprendería la posibilidad de dos viajes: el de perderse en la lectura y, bajo determinadas circunstancias viales, en el trayecto físico. Esto, incluso sin prescindir de la pantalla, si es ésta la elección como contenedor de letras. O, en su defecto, se podría optar por colocarse audífonos, elegir la mejor pista sonora y aprender de lo que llega por la ventana.

En su antigua columna semanal, Guadalupe Nettel lamentó que “ahora la gente ya no viaja sino que consume países. Los colecciona”. Más allá de su lamento se encuentra agazapada otra inquieta y potencial colección. La que nos tiene con más cuidado por surtirnos de pequeñas dosis de dopamina, que son transmitidas a nuestras neuronas cuando coleccionamos alzados pulgares, digitales y efímeros. Es en aquello en lo que gastamos nuestra (de por sí precaria) economía de atención. Basta nombrarlo de paso, porque mucho se ha dicho del asunto.

Hace poco estaba aburridísimo en una plática sobre redes sociales en aquella compañía gigante de logo azul. El ponente llegó a decir algo interesante. Habló de que el usuario promedio al toparse con una publicación que contiene la leyenda «leer más», lo primero que hace es evadirla. Luego aseguró, como muchos lo hacen y han hecho, que “los mexicanos no leemos”. Ojalá se equivocara. Es decir, ni en las redes sociales, que es donde más estamos, nos aventuramos a dedicarle tiempo a un texto.

El año pasado se refutó el popular dato de que el mexicano lee tan solo 1 libro al año, aunque no podemos celebrar gran diferencia. De acuerdo con el INEGI, el mexicano lee en promedio 3.8 libros al año. Tal promedio contiene al menos una hipérbole, porque si bien hay mexicanos que son prolíficos lectores, también las horas de pantalla han incrementado potencialmente, sobre todo en jóvenes, hasta cerca de 7 horas al día.

“Lanza tu teléfono al océano (o mantenlo en modo avión)”, aconseja Austin Kleon, en uno de sus consejos más severos para incrementar la lectura. En otro, alienta al potencial lector a fijar horarios de lectura, de la manera que se haría con una junta de trabajo. Nuestros días son de ritmo acelerado. Desde ambos consejos para leer más se asoma la tarifa que este ritmo impone a nuestra atención.

Uno de mis primeros profesores de cine decía que hay que conversar con las imágenes que vemos para entenderlas. “Hay que leer la película”, aseveraba, para adentrarse en las intenciones del realizador y así permitirnos tener una experiencia al mismo tiempo que entendemos por qué la tenemos. Con esta figuración, yo me cuestiono: ¿qué tan posible es leer un viaje?, ¿qué tanto una conversación? En una de esas ya lo comprobaron hace tiempo aquellas libretas para reporteros y viajeros.

La vieja noción macroeconómica del costo de oportunidad decreta que para completar un quehacer hay que renunciar a otro. Deberíamos atrevernos a sugerir que quizá nuestra atención no se está desvaneciendo por completo, sino que está dislocada, esguinzada. Aún estamos por saber si el daño será irreversible, pero su remedio puede residir en la difícil idea de una decisión que se asemeje a lo consciente: reposar la atención. Entablillarla, volverla inmóvil en la férula contra la bruma mental. Unas cosas por otras: algunos pulgares digitales, por un paisaje; una frase compartida en un meme digital — hasta el cansancio, con errores ortográficos y fuera de contexto — , por un aforismo subrayado o anotado por nuestro puño y letra. Después podemos regresar nuestros felices y punzantes pulgares a la pantalla.

En la otra vagoneta hay una segunda niña detrás de mí. En mis manos, el mismo libro. Me toca decidir si leer el paisaje o al autor. Otra pequeña mano se estira hasta alcanzar mi hombro. Esta vez no lo tomo como una distracción, sino como el empujón, el señuelo, que me invita a enfocar mi atención.

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